Quecedo
hacia 1960. Señoras con mantilla que salían de la ermita de San Lorenzo tras
asistir a la novena o al rezo del rosario. Alguien llegó en ese momento con su
cámara fotográfica, un artilugio que no se veía todos los días en aquel lugar y
aquella época. «¡Pónganse que les hago una foto!» Las
señoras y los niños se colocaron rápidamente, y también algún que otro hombre o
mozalbete que pasaba por allí y no quiso perderse el acontecimiento.
Elisa, Lute y Nieves eligieron la primera fila, porque estaban muy
ágiles y dispuestas a sentarse en el suelo. Flanqueando el grupo se colocaron
los mocitos: Juanito Villamor, el hijo de Anselmo el
tabernero, se puso a la derecha, luciendo bombachos junto a Ángeles, la fiel sirvienta de sus
padres, mientras Quinito, hijo de Melchor «el sacristán», se asomaba sonriente
por la izquierda. Detrás de Sarito, animosa y bien plantada sobre sus muletas,
vemos a Mª Jesús Peña, que inclina la cabeza hacia su amiga Pili, tapando casi
a la esposa de don Saturio, el maestro. Aunque este
no habría estado en la ermita, pues rosarios y novenas se consideraban más bien
cosa de las mujeres, tal vez sí hubiera estado don Manuel, el que fue
secretario durante tantos años, al que vemos en el centro de la foto con su
rostro enjuto y su pelo cano brillando al sol.
Estrelli, con algo blanco en la mano que apoya sobre el hombro
de Pili, algo parecido al papel de una carta a medio doblar, parece comentarle
algo a la madre de Jose Mari, el telegrafista, que
también sostiene algo parecido a un papel blanco bajo sus manos cruzadas, al
igual que Lute, sentada delante. ¿Acaso el
llamamiento para posar interrumpió algo que iban a comentar entre ellas las
tres mujeres? ¿Alguna carta importante, tal vez?
Delante de
don Manuel, la anciana señora Vicenta, madre del cartero y de todos los
hermanos Peña, se apoya en su nuera Laura, que a su vez posa junto a su madre,
doña Anastasia, a la que todos llamábamos la secretaria, porque era la esposa
de don Manuel. Madre e hija tienen detrás a don Agapito, el párroco. La hermana
de este, la bondadosa Irene, está detrás de las dos niñas vestidas de blanco,
que son Carmina Peña, hija del cartero Chenchu, y
otra Carmina, hija de Mariano. Para que la familia de los secretarios estuviera
más ampliamente representada, Isi (Isidoro) asomó
discreto, de perfil, entre su madre e Irene. La pareja mayor de la izquierda
son mis abuelos, Valentín y Juana.
Quien
escribe estas líneas era entonces, hace más de medio siglo, la niña que mira un
poco enfurruñada a la cámara, mientras doña Anastasia la agarra por el hombro y
Elisa le sujeta la pierna. Hay que decir que, en una soleada tarde de
primavera, cualquier criatura tendría en Quecedo ganas de escapar al campo, y
también que se podían hacer muchas cosas más apetecibles que posar para una
foto, después de haber asistido obediente a los largos rezos en la ermita. Lo
que yo no sabía entonces era que, muchos años más tarde, me emocionaría ver en
esa fotografía a tantas personas queridas y añoradas que en mi infancia
formaron parte del mapa humano de Quecedo, de aquel pueblo tan lleno de vida.
Muchísimas
gracias a mi querida Pilar Peña García por haber
guardado, y transmitido con mucha información, este valioso testimonio gráfico.
Aunque aquí vemos apenas la décima parte de los muchos habitantes que tenía
Quecedo en aquellos tiempos, estos seres entrañables bastan para dar vida a las
viejas piedras. Estoy oyendo ahora la alegre campana de la ermita, las señoras
con mantilla están saliendo al sol de la tarde, siguen ahí todos: de una foto
no se va nadie.